El olor, el sabor, la vista, el oído, el tacto.
Los sentidos. No son solo cinco, lo sé, pero por ahora basta con nombrarlos así, como quien enumera puertas sin decidir todavía cuál va a cruzar.
Oler tu fragancia: el desorden del pelo, el hueco del cuello. Reconocer el sabor de los labios, de los besos, de la piel. Escuchar el susurro de las palabras en el oído, la respiración que se vuelve sonido y rompe el silencio. Ver el cuerpo delinearse en el espacio exacto de mis manos, la humedad retenida en los ojos. Sentir: la presión de una mano, la boca, el recorrido lento por las caderas, la extensión casi infinita de la espalda.
Durante mucho tiempo pensé que el placer tenía un centro preciso. Un punto reconocible al que todo conducía, como si el cuerpo obedeciera a una lógica clara y ordenada. Esa idea era cómoda: permitía nombrar, anticipar, cerrar.
La experiencia la desarmó.
No fue un punto del cuerpo.
Fue todo el cuerpo a la vez.
Lo que ocurre entonces no es una culminación, sino una superposición. Los sentidos dejan de operar por separado y colapsan unos sobre otros hasta volverse indistinguibles. Oler es también tocar. Ver es una forma de escuchar. El cuerpo ya no responde a compartimentos, sino a una simultaneidad que lo desborda.
Quizá por eso el orgasmo no sea solo una reacción física, sino una forma extrema de atención. Un momento en el que no queda resto, ni distancia, ni afuera posible. Todo está ahí, implicado, a la vez, sin jerarquías.
El cuerpo, cuando goza así, no confirma lo que creemos de él. Lo corrige.